La factura del desconocimiento (salud y responsabilidad compartida)

Este artículo es la culminación de una trilogía que inicié con la premisa de que toda falta de rigor intelectual, toda negación de la evidencia y toda simplificación de la realidad, genera una “factura del desconocimiento” que tarde o temprano debemos pagar (somos los primeros responsables de preservar nuestra salud, sea esta mucha o poca). Mientras que las entregas anteriores exploraron la ignorancia atrevida y la peligrosa seducción del simplismo, en esta última parte se aborda la deuda más personal y fundamental de todas: la que se contrae con el propio cuerpo.

La premisa que guía este análisis es que, si bien la salud puede ser un don, su preservación es, ante todo, un acto de responsabilidad personal. Y los beneficios de esta diligencia nos pertenecen de manera principal. La salud no es un estado estático, sino un capital humano que, como cualquier otro activo, se puede acumular con inversión o dilapidar por negligencia. Sin embargo, esta premisa resulta incompleta si se analiza de forma aislada. La verdadera dimensión de la responsabilidad individual solo se comprende al reconocer que no se ejerce en un vacío. El ser humano es un ente complejo que se desenvuelve dentro de un ecosistema bio-psico-social, un sistema dinámico donde factores biológicos, psicológicos y sociales interactúan para moldear el estado de bienestar. Por lo tanto, el rigor de este artículo me exige ir más allá de la mera exhortación a la elección personal y demostrar cómo la “factura del desconocimiento” se extiende desde el ámbito de lo personal, con sus dolores y enfermedades, hasta convertirse en una costosa carga para la sociedad en su conjunto.

El mandato de la responsabilidad: La afirmación inicial “Somos los primeros responsables de preservar nuestra salud, sea esta mucha o poca” encierra la base de mi mensaje. Aceptar esta idea es, en esencia, asumir la rendición de cuentas sobre el propio bienestar y reconocer el poder que reside en nuestras manos para moldear la calidad de vida a través de decisiones informadas y constantes. Esta responsabilidad no se limita a reaccionar ante la enfermedad, sino que se manifiesta en un enfoque proactivo hacia la vida. Es un compromiso con el presente que sienta las bases para un futuro más saludable.

El ejercicio de esta responsabilidad se descompone en pilares fundamentales de la salud proactiva. En primer lugar, la nutrición se presenta como el cimiento físico. Una dieta equilibrada, rica en verdura, fruta, proteínas magras y granos integrales, no solo satisface las necesidades nutricionales del cuerpo, sino que es una herramienta poderosa para reducir el riesgo de enfermedades crónicas como la diabetes y las enfermedades cardíacas.

En segundo lugar, el movimiento constituye la energía del sistema. La Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda al menos 150 minutos de ejercicio moderado a la semana para mejorar la salud cardiovascular, aumentar la energía y potenciar la claridad mental. A largo plazo, esta actividad regular se traduce en beneficios sostenidos como el aumento de la fuerza y resistencia muscular, la mejora de la densidad ósea y la reducción del riesgo de lesiones musculoesqueléticas, lo que garantiza una mayor autonomía y funcionalidad a lo largo de la vida.

Finalmente, el bienestar integral es el eje que equilibra mente y cuerpo. El autocuidado, que va más allá de lo físico, es crucial para la salud mental. Prácticas como el manejo del estrés mediante la meditación, junto con la priorización de un sueño de calidad, son vitales para el funcionamiento óptimo del organismo. El sueño, en particular, afecta la regulación de neurotransmisores esenciales como la serotonina y la actividad de la amígdala, impactando directamente la capacidad para gestionar el estrés, la concentración, la memoria y el riesgo de desarrollar trastornos neurológicos.

La segunda parte de la premisa inicial, “también somos los más beneficiados de las medidas que adoptemos”, es una realidad ineludible. Los retornos de esta inversión personal son inmediatos y acumulativos: una mayor energía, claridad mental y control de peso, un mejor estado de ánimo y, en última instancia, una calidad de vida superior. Estos beneficios no son meramente personales, sino que tienen implicaciones que trascienden el bienestar individual, creando un efecto dominó que impacta a la familia, el entorno laboral y la comunidad en su conjunto.

Los determinantes sociales: El concepto de responsabilidad personal, aunque esencial, se vuelve simplista si no se contextualiza adecuadamente. Un análisis riguroso de la salud debe ir más allá de la noción de la “elección personal” para abordar las fuerzas externas que, a menudo, condicionan esa elección. La investigación sobre los Determinantes Sociales de la Salud (DSS) introduce esta perspectiva vital. La OMS define los DSS como “las circunstancias en que las personas nacen, crecen, trabajan, viven y envejecen, incluido el conjunto más amplio de fuerzas y sistemas que influyen sobre las condiciones de la vida cotidiana”.

Por ejemplo, ¿qué tan “libre” es la elección de una dieta saludable si una persona vive en un “desierto alimentario” sin acceso a productos frescos, o si su presupuesto solo le permite comprar alimentos ultraprocesados y de bajo coste? ¿Cómo se puede priorizar el ejercicio si el entorno laboral no permite pausas activas o si el barrio carece de espacios seguros para caminar? Los estudios publicados señalan que las condiciones socioeconómicas, el nivel educativo y el acceso a entornos seguros pueden tener una influencia determinante en la salud, incluso superando el impacto de la actividad física en la longevidad. Por lo tanto, el verdadero entendimiento de la responsabilidad individual requiere una visión más amplia que integre el contexto social.

Para reconciliar esta aparente contradicción, se utiliza el modelo bio-psico-social como marco de referencia. Este enfoque integrador sostiene que la salud y la enfermedad no son el resultado de un solo factor, sino de la interacción dinámica entre aspectos biológicos (la genética), psicológicos (los pensamientos, las emociones), y sociales (el entorno, la condición económica y la cultural). Desde esta perspectiva, ya no es solo el cuerpo el que enferma, sino la persona en su plena totalidad. Esta comprensión holística se extiende a la responsabilidad, que se entrelaza entre la persona, el profesional de la salud y el sistema en general, dando lugar a una relación basada en la equidad y el respeto mutuo.

Llevar la idea de la autorresponsabilidad al extremo puede generar una “sociedad de la culpabilización”. En un sistema así, los enfermos podrían ser estigmatizados, y los recursos sanitarios, que son limitados, podrían ser asignados con base en las “malas decisiones” que el individuo haya tomado. El análisis ético de esta postura es claro: aunque es legítimo fomentar la responsabilidad personal, la responsabilidad social debe prevalecer para garantizar que la salud siga siendo un derecho para todos, no un privilegio reservado para quienes pueden tomar las “mejores” decisiones. La pérdida de salud no es meramente la pérdida de un recurso, sino un mal en sí mismo que afecta la capacidad de una persona para vivir dignamente y participar plenamente en la sociedad, y su protección es una obligación moral colectiva.

El coste de la inacción: La “factura del desconocimiento” no es solo una carga personal, se paga a escala macroeconómica. La inacción individual, multiplicada por millones de personas, se convierte en un lastre financiero masivo para los sistemas de salud y las economías nacionales.

Para comprender la magnitud de esta carga, es fundamental diferenciar entre los costes directos y los costes indirectos de la mala salud. Los directos incluyen los gastos médicos, las hospitalizaciones, los tratamientos y los medicamentos. Los indirectos, por otro lado, se refieren a la pérdida de productividad laboral, los días de incapacidad, la mortalidad prematura y otros gastos no directamente relacionados con la atención médica, como la mala imagen corporativa o el deterioro del clima laboral.

La metáfora aeronáutica: La filosofía del mantenimiento aeronáutico se basa en la premisa de que una aeronave es una máquina compleja cuya seguridad y confiabilidad no pueden dejarse al azar. Se realiza un mantenimiento preventivo de manera regular y escrupulosa, sin necesidad de que haya un fallo que lo motive. Este mantenimiento se basa en inspecciones periódicas que se programan con una frecuencia precisa, medida en horas de vuelo o ciclos de despegue y aterrizaje. El objetivo es no llegar al fallo, lo que proporciona una certeza razonable de que la aeronave continuará operando de manera segura hasta el próximo control programado.

Este enfoque se opone diametralmente al mantenimiento correctivo, que solo se lleva a cabo cuando se detecta un fallo o una anomalía. La lección que podemos extraer de este modelo es vital: la salud de una persona no puede gestionarse con un enfoque reactivo. Esperar a que una enfermedad se manifieste, que la “máquina” falle, para tomar medidas es la forma más costosa y arriesgada de actuar. Al igual que una aeronave que ha sido sometida a un riguroso mantenimiento preventivo tiene una alta probabilidad de operar sin sorpresas inesperadas, un individuo que cuida su cuerpo de forma proactiva, sin estar motivado por una enfermedad, está invirtiendo en la confiabilidad de su propio sistema biológico. Esta estrategia no solo reduce el riesgo de fallos catastróficos, sino que minimiza los costes de mantenimiento a largo plazo.

El primer paso para la responsabilidad personal es la alfabetización en salud. Esta habilidad no solo permite a las personas hacer preguntas pertinentes a los profesionales de la salud, sino que las capacita para usar recursos confiables e interpretar correctamente las instrucciones médicas. La importancia de este conocimiento se ve reflejada en programas educativos que, desde la infancia, enseñan de forma lúdica la relación entre la actividad física, la alimentación y la higiene personal, promoviendo hábitos saludables desde las primeras etapas de la vida.

En definitiva, el saber exige esfuerzo, paciencia y formación; la ignorancia, en contraste, se presenta ligera y audaz. Esta diferencia de peso moral determina el precio que se paga por la inacción. La “factura del desconocimiento” es una deuda que se acumula en dos niveles interconectados. A nivel individual, se manifiesta en una notable pérdida de calidad de vida, el aumento de padecimientos y una carga de gastos personales que podrían haberse evitado con conocimiento. A nivel colectivo, esta factura se traduce en una presión financiera insostenible sobre los sistemas de salud, una reducción de la productividad nacional y un estancamiento del capital humano, limitando así el progreso de la sociedad en su conjunto.

Mi premisa inicial, que resalta la responsabilidad individual, es el motor principal para un cambio significativo. Si bien la sociedad tiene una responsabilidad compartida de crear entornos que fomenten la salud, la equidad y el acceso a recursos. La elección consciente y continua del individuo sigue siendo el catalizador más poderoso para el bienestar personal y, por extensión, para la prosperidad colectiva. El antídoto contra el desconocimiento no es un simple conjunto de reglas, sino una mentalidad proactiva, informada y holística que reconoce la salud como el capital más valioso de todos. En última instancia, la salud es un liderazgo personal en un ecosistema compartido.

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