El lenguaje constituye la materia prima de la política. A través de él no solo se transmiten órdenes, leyes o proyectos, sino que se construyen mundos posibles, se oscurecen realidades incómodas y se produce la alquimia por la cual lo inaceptable se torna tolerable. Desde los sofistas griegos hasta las modernas campañas digitales, la palabra se ha mostrado como instrumento de poder, capaz tanto de esclarecer como de engañar. Pero existe un elemento decisivo en este proceso: el grado de conocimiento de la sociedad. Allí donde domina el desconocimiento, la factura que se paga es elevada: la ciudadanía se convierte en terreno fértil para la manipulación, mientras que el conocimiento y la cultura actúan como vacuna contra la distorsión de la verdad.
Lenguaje como arquitectura del poder: La política jamás ha podido separarse de la retórica. Atenas ya conoció el poder de quienes sabían persuadir más allá de la solidez de sus argumentos. Roma convirtió el arte oratorio en arma de influencia en el Senado. Y Maquiavelo consagró la idea de que la apariencia de virtud resulta más eficaz que la virtud auténtica. El lenguaje, desde entonces, no ha sido un mero instrumento descriptivo, sino un mecanismo de configuración de la realidad social.
George Orwell advirtió que la degradación del lenguaje político facilita la manipulación. Su obra 1984 llevó esta intuición hasta imaginar un idioma deliberadamente mutilado para impedir el pensamiento disidente. Aunque ninguna sociedad contemporánea haya alcanzado tal extremo, la lógica subyacente permanece vigente: reducir, tergiversar o edulcorar el lenguaje es condicionar la capacidad misma de pensar.
Una ciudadanía formada y vigilante reconoce estas maniobras. Una sociedad desatenta, en cambio, paga la factura del desconocimiento: confunde los significados, acepta la retórica como verdad y queda prisionera de palabras que le impiden pensar con libertad.
Estrategias de distorsión lingüística: La manipulación política del lenguaje adopta formas reconocibles: eufemismos que embellecen lo áspero, perífrasis que ocultan lo concreto, marcos interpretativos que predisponen a la adhesión o al rechazo. Así, las guerras se tornan “operaciones quirúrgicas”, las víctimas civiles se diluyen en “daños colaterales” y los recortes sociales se justifican como “ajustes estructurales”.
La potencia de estas estrategias radica en que no describen pasivamente la realidad: la recortan, la reorganizan y la presentan bajo una luz específica. Los marcos cognitivos dirigen el debate antes incluso de que se inicie. Quien controla el lenguaje controla el horizonte de lo pensable.
Una ciudadanía culta detecta el eufemismo y lo desenmascara. Una ciudadanía ignorante paga la factura al asumirlo como natural, incapaz de advertir la intencionalidad que lo sostiene.
La manipulación de la realidad: Más perturbadora que la manipulación lingüística es la manipulación de la realidad. En este nivel, no se trata de dulcificar los hechos, sino de negarlos, reinventarlos o sustituirlos por ficciones presentadas con apariencia de verdad.
La historia ofrece ejemplos palmarios. Stalin borraba de las fotografías a dirigentes caídos en desgracia, reescribiendo la memoria visual de la Unión Soviética. Nixon intentó cubrir con negaciones el escándalo Watergate, hasta que la evidencia resultó innegable. En nuestros días, líderes de distinto signo recurren a las redes sociales, creando un magma de versiones contradictorias donde la verdad pierde su fuerza cohesionadora.
El gaslighting político (luz de gas) consiste en negar hechos verificables hasta sembrar la duda en la percepción ciudadana. Allí donde la población carece de herramientas críticas, la factura del desconocimiento se traduce en inseguridad, desconfianza y sometimiento al relato oficial o al rumor más estridente.
Una habilidad transversal: Conviene enfatizar que estas prácticas no se adscriben a ideología alguna ni a régimen político específico. Se trata de una habilidad transversal, empleada por democracias y dictaduras, por líderes de izquierda y de derecha, por caudillos populistas y por gobiernos tecnocráticos.
Roosevelt hablaba de “política del buen vecino” para designar estrategias de hegemonía en América Latina. Dictaduras del Cono Sur disfrazaban la represión bajo el título de “proceso de reorganización nacional”. Discursos nacionalistas en Asia y Europa reconstruyen identidades colectivas a partir de relatos selectivos de la historia.
La factura del desconocimiento se paga cuando las sociedades aceptan estos relatos sin contraste, incapaces de situarlos en su contexto o de confrontarlos con la evidencia histórica.
La fragilidad democrática ante la erosión de la verdad: La consecuencia más grave de estas prácticas es la erosión del espacio común de los hechos. La democracia presupone la existencia de una base compartida de realidad sobre la que disentir legítimamente. Sin ella, la deliberación se convierte en un enfrentamiento de ficciones.
Hannah Arendt lo expresó con claridad: las mentiras han acompañado siempre al poder, pero lo alarmante es su sistematización hasta hacer del engaño un principio rector. Cuando la mentira deja de ser excepción y se convierte en norma, el ciudadano pierde la capacidad de distinguir entre lo verdadero y lo falso. Cuando los ciudadanos carecen de la formación necesaria para advertir esa degradación, la factura del desconocimiento se traduce en la ruina del espacio democrático.
El conocimiento como vacuna: La defensa frente a esta doble manipulación exige un esfuerzo activo. La alfabetización mediática y el pensamiento crítico se revelan como indispensables antídotos. Las personas entrenadas en análisis racional son menos proclives a aceptar noticias falsas, incluso cuando estas refuerzan sus creencias previas.
No basta, sin embargo, con la responsabilidad individual. Los medios de comunicación deben asumir la tarea de verificar con rigor, evitando convertirse en meros transmisores de mensajes interesados. Y las plataformas digitales, pese al riesgo de arbitrariedad, no pueden desentenderse de la difusión masiva de falsedades que erosionan el debate público.
Invertir en educación, en cultura y en ciencia es, en última instancia, una inversión en democracia. El conocimiento actúa como vacuna frente a la manipulación. El desconocimiento, en cambio, genera una factura que se paga con la pérdida de libertad.
El arte político siempre ha oscilado entre la verdad y la apariencia. El lenguaje, indispensable para organizar la vida colectiva, se convierte con facilidad en un instrumento de manipulación. Y cuando la manipulación alcanza a la realidad misma, la política deja de ser deliberación sobre hechos compartidos para convertirse en pugna de relatos irreconciliables.
Pero la responsabilidad última no recae solo en quienes gobiernan, sino también en la sociedad que los escucha. Allí donde predomina el desconocimiento, la factura es inevitable: manipulación aceptada, verdad fragmentada, democracia debilitada. Allí donde florece el conocimiento, el coste se invierte: la palabra deja de ser cadena y vuelve a ser puente, y la política puede recuperar su sentido más noble, el de la construcción común de la verdad.
Mi apreciado lector, permíteme reiterar, como ya señalé en mi anterior artículo: el saber exige esfuerzo, paciencia y formación; la ignorancia, en cambio, se muestra ligera y audaz. La factura del desconocimiento se paga siempre, y su precio es demasiado alto para una sociedad que aspire a ser libre.
Nullius in verba