El hábito de premiar con dulces durante la infancia puede tener consecuencias duraderas en la relación de los niños con el azúcar y, en última instancia, en su salud.
El azúcar activa en el cerebro los mismos centros de recompensa que se estimulan con el consumo de drogas o alcohol. Cuando se ofrecen dulces como premio, se libera dopamina, el neurotransmisor asociado al placer y la motivación, estableciendo un vínculo entre el sabor dulce y la gratificación emocional. Esta asociación puede mantenerse en la vida adulta, favoreciendo una búsqueda constante de esa sensación de bienestar.
A largo plazo, la dependencia del azúcar repercute gravemente en la salud. Su consumo excesivo se asocia con obesidad, diabetes tipo 2, enfermedades cardiovasculares y un mayor riesgo de determinados tipos de cáncer. También contribuye a la resistencia a la insulina y a diversos trastornos metabólicos.
El exceso de azúcar afecta, además, al desarrollo cognitivo y al comportamiento infantil. Diversos estudios han observado que un consumo elevado se relaciona con problemas de atención, hiperactividad y dificultades de aprendizaje, lo que repercute en el rendimiento escolar y en las relaciones sociales.
El hábito de recompensar con dulces perpetúa un ciclo difícil de romper en la vida adulta: quienes recibieron golosinas como premio tienden a recurrir a los alimentos azucarados como refugio frente al estrés o las emociones negativas, reforzando así la dependencia y el consumo excesivo.
Conviene recordar que muchos carbohidratos, especialmente los refinados y procesados, se transforman en glucosa durante la digestión y contribuyen al aumento de los niveles de azúcar en sangre. Por ello, limitar el consumo de azúcares añadidos y de harinas refinadas, junto con una alimentación equilibrada, resulta esencial para preservar la salud y prevenir enfermedades crónicas.
El uso habitual de edulcorantes no calóricos, incluso de origen natural, tampoco está exento de riesgos. Aunque no aporten energía, mantienen la preferencia por los sabores intensamente dulces y dificultan la transición hacia una dieta con sabores más naturales.
El gusto por lo dulce no es solo una respuesta biológica, sino también un aprendizaje cultural. Desde los primeros meses de vida, el sabor dulce se asocia con cuidado, consuelo y celebración. Por ello, romper el vínculo entre afecto y azúcar no consiste en negar el placer, sino en enseñarlo de otro modo; disfrutar de lo dulce con consciencia, no con dependencia.
Para evitar las consecuencias negativas del exceso de azúcar, padres y cuidadores deben fomentar desde la infancia una relación saludable con la comida. Sustituir los dulces como recompensa por gestos afectivos, elogios o actividades compartidas refuerza el vínculo emocional sin comprometer la salud.
Los niños aprenden más del ejemplo que de las normas. Ver a los adultos disfrutar de frutas, alimentos frescos y preparaciones sencillas crea un modelo duradero que vale más que cualquier prohibición. La coherencia familiar en los hábitos alimentarios es una de las formas más eficaces de prevención.
El modo en que educamos el paladar y las emociones de los niños influye en su bienestar futuro. Promover desde temprano una cultura alimentaria consciente y equilibrada es una de las mejores formas de proteger la salud de las próximas generaciones.
Nullius in verba
[…] Premiar con dulces, un camino sin recompensa. […]
[…] Premiar con dulces, un camino sin recompensa. […]