La salud es quizás el más peculiar de los bienes que poseemos los seres humanos. Su singularidad radica en una paradoja fundamental: cuando gozamos de ella, apenas somos conscientes de su presencia, como si fuera el silencioso telón de fondo que sostiene el teatro de nuestra vida cotidiana. Sin embargo, cuando se desvanece, su ausencia lo eclipsa todo, transformando radicalmente nuestra perspectiva y las prioridades.
En los momentos de plenitud física y mental, la salud actúa como un lienzo en blanco sobre el cual pintamos nuestros sueños, ambiciones y proyectos. Construimos carreras profesionales, cultivamos relaciones, perseguimos pasiones, viajamos, aprendemos y nos desenvolvemos en múltiples facetas de la vida. La salud nos permite ser arquitectos de nuestro destino, tejedores de historias propias y ajenas, creadores de posibilidades infinitas.
Esta abundancia de horizontes que nos brinda el bienestar físico y mental contrasta drasticamente con la concentración absoluta de propósitos que surge cuando la enfermedad hace su aparición. De pronto, aquella multiplicidad de metas y anhelos se condensa en una sola búsqueda: la recuperación de la salud perdida. Es entonces cuando comprendemos, con meridiana claridad, que todos nuestros planes y aspiraciones descansan sobre los cimientos de nuestro bienestar físico y mental.
La enfermedad tiene el poder de transformar nuestra jerarquía de valores con una contundencia que pocas experiencias vitales pueden igualar. Aquello que antes considerábamos imprescindible puede tornarse súbitamente trivial, mientras que aspectos de la vida que dábamos por sentados adquieren una dimensión nueva y preciosa. El simple acto de respirar sin dificultad, caminar sin dolor o disfrutar de una comida se convierte en un privilegio anhelado.
Esta transformación de la perspectiva nos revela una verdad fundamental sobre la naturaleza humana: tendemos a subestimar lo que poseemos y a sobrevalorar lo que nos falta. La salud, en su presencia, resulta imperceptible; en su ausencia, se vuelve la única protagonista de nuestra existencia. La vida nos presentara una ecuación donde la variable más importante solo se hace evidente cuando desaparece del conjunto.
La investigación médica, con todos sus avances y tecnologías, ha conseguido prolongar nuestra esperanza de vida y mejorar significativamente la calidad de la misma. Sin embargo, esta misma evolución ha generado una falsa sensación de invulnerabilidad, haciéndonos pensar que la salud es un derecho garantizado en lugar de un don precioso que requiere cuidado y atención constantes.
La pandemia COVID-19 nos recordó, de manera global y simultánea, esta verdad ancestral sobre la fragilidad de nuestra salud. De repente, el mundo entero se vio unificado en un único objetivo: preservar y recuperar la salud individual y colectiva. Las economías se detuvieron, las rutinas se alteraron, y las prioridades se reordenaron en torno a este bien inadvertido que es el bienestar físico y mental.
Esta experiencia colectiva nos invita a reflexionar sobre cómo podríamos mantener una conciencia constante del valor de la salud, incluso cuando gozamos de ella. ¿Cómo podríamos cultivar una gratitud activa por este regalo sin necesidad de perderlo para apreciarlo? La respuesta quizás resida en desarrollar hábitos de atención, en escuchar las señales sutiles de nuestro cuerpo, en practicar el autocuidado no como una obligación, sino como una celebración de nuestras capacidades.
La salud es, en esencia, la llave maestra que abre las puertas de todas las posibilidades vitales. Es el sustrato sobre el cual construimos nuestros sueños, el combustible que impulsa nuestras ambiciones, y el fundamento que sostiene nuestras relaciones y experiencias. Su presencia nos permite ser multifacéticos; su ausencia nos convierte en buscadores de un único tesoro.
Quizás la sabiduría consista en encontrar un equilibrio entre la libertad que nos otorga la buena salud y la consciencia de su valor. En aprender a vivir entre la multiplicidad de objetivos que nos permite perseguir, sin olvidar nunca que todos ellos dependen de este don fundamental. En última instancia, la salud no es solo la ausencia de enfermedad, sino la posibilidad misma de soñar, crear, amar y vivir en plenitud. En pocas palabras: el tesoro que valoramos cuando lo perdemos.
Nullius in verba