Tenemos la edad de nuestras arterias

La sentencia de Thomas Sydenham (conocido como el Hipócrates inglés) suena hoy como una sentencia profética: una persona es tan vieja como lo son sus arterias (aetas hominis est ut arteriae eius). No se trata de una metáfora meramente ornamental; es una llave para abrir la comprensión del envejecimiento. En el silencio de la anatomía, las arterias registran la historia de una existencia, memorizan el pulso de los días, la intensidad de las emociones, las heridas mínimas y las recuperaciones. En ellas late, con temblorosa exactitud, la edad real del cuerpo.

Un tejido que escucha y habla: En el interior de cada arteria existe una película tan fina que parece invisible, el endotelio (la capa interna de células que recubre los vasos sanguíneos). Lejos de ser un simple revestimiento, se manifiesta como un órgano que sostiene la armonía interior del cuerpo. Regula el tono vascular (la capacidad de las arterias para dilatarse o contraerse), controla la coagulación, modula la respuesta inmunitaria y frena la inflamación. Cuando ese equilibrio se rompe aparece la disfunción endotelial (pérdida de las funciones protectoras del endotelio), la primera grieta en el dique de la juventud vascular.

La disfunción endotelial no anuncia su llegada con estruendo; llega de manera silenciosa, con una aspereza que nadie siente hasta que el daño es ya profundo. Esa fragilidad inicial explica por qué las arterias envejecen en secreto, mucho antes de que el síntoma lo revele.

El susurro precoz del daño: Resulta sorprendente comprobar cuánto puede escribirse en la niñez. Hoy sabemos que los procesos que conducirán a una arteria rígida a los sesenta o setenta años empezarán en la infancia. Pequeñas huellas de aterosclerosis (depósito de grasa y células inflamatorias en la pared arterial) aparecen en adolescentes y, en casos extremos, en niños. Es una escritura lenta y paciente, capa sobre capa, la pared arterial guarda las decisiones y los avatares de la vida.

A este deterioro contribuye una inflamación crónica de bajo grado (activación persistente del sistema inmunitario que no alcanza el dramatismo de una infección pero sí daña tejidos con el tiempo), fenómeno que la medicina actual describe con el término inflammaging. Esta brasa inflama lentamente el endotelio, favorece la formación de placas y reduce la elasticidad arterial.

La biografía inscrita en la pared arterial: Las arterias son el pergamino del vivir. En ellas quedan escritas la tensión sostenida, las noches en vela, los episodios de angustia, la dulzura de la calma prolongada. Incluso la microbiota (el conjunto de bacterias intestinales) deja su firma. Algunos metabolitos (pequeñas moléculas) producidos por la microbiota influyen en la integridad del endotelio y en la inflamación sistémica. Todo sucede como si la vida, día tras día, fuera insuflando o erosionando la flexibilidad de nuestros cauces de comunicación interna.

Así, la edad arterial (la medida biológica del estado de las arterias, distinta de la edad cronológica) deviene en un registro fiel de cómo hemos habitado nuestro tiempo. La medida más precisa de esta biografía fisiológica es la Velocidad de la Onda de Pulso (VOP), considerada el patrón de referencia (Gold Standard) para la rigidez arterial. La onda de presión generada por el corazón se propaga más rápido en una arteria rígida que en una elástica, ofreciendo una cifra clave sobre la edad real de nuestro sistema circulatorio. No es una cifra fría: es la traducción fisiológica de una biografía.

La transferencia de la edad: La condición arterial no queda aislada. Cuando las arterias pierden elasticidad, la consecuencia se extiende a todos los sistemas. El corazón trabaja con más esfuerzo, los riñones filtran peor, los músculos reciben menos oxígeno, y el sistema inmunitario ve alterada su regulación. En ese sentido, las arterias condicionan la edad funcional de cada órgano.

Imaginemos una ciudad cuyas vías principales se estrechan. El transporte se ralentiza, el suministro se vuelve irregular, los servicios se resienten. De igual modo, la rigidez arterial modifica la hemodinámica (el modo en que circula la sangre) y provoca una decadencia sistémica que adelanta la edad de órganos completos.

El territorio frágil y exigente: El cerebro depende en extremo de un flujo constante y de calidad. Consume cerca del 20 % del oxígeno del organismo y no tolera privaciones prolongadas. La disminución crónica del riego cerebral, aunque sea sutil, conduce a lo que se conoce como encefalopatía vascular (alteración cerebral por insuficiente irrigación), que se manifiesta con pérdida de memoria, lentitud mental y cambios en la personalidad.

Por eso la salud arterial posee una trascendencia directa en la aparición y el curso de las demencias. No toda demencia es puramente neurodegenerativa; con frecuencia una parte importante del declive cognitivo se explica por vasos que han perdido su juventud y ya no nutren con plenitud las redes neuronales. Con arterias fatigadas, la mente envejece antes.

Plasticidad y esperanza: Aun cuando la imagen parezca implacable, existe una nota de esperanza, la plasticidad vascular (la capacidad parcial de las arterias para recuperar función y elasticidad) permite cierto grado de reversibilidad. El endotelio responde, la pared arterial puede remodelarse, la circulación microvascular mejora si las agresiones disminuyen. No es una promesa absoluta, pero sí una verdad clínica. El cuerpo guarda reserva y posibilidad de reparación.

Además, comprender la interdependencia entre sistemas (corazón, riñones, cerebro, inmunidad, microbiota) abre caminos para intervenciones integradas que no se limitan a tratar síntomas sino a restituir armonía.

Una mirada que une ciencia y experiencia: La frase de Sydenham se mantiene vigente porque capta algo esencial: la edad no es sólo un número, es una condición corporal tejida por la historia personal. Las arterias son caminos, compás y memoria. Hablan del tiempo vivido y, al hablar, permiten a la medicina leer con más precisión la verdadera edad de cada uno de nosotros.

Al final, la lección no es moralizante; no es culpa o mérito personal en sentido simplista. Es, más bien, una invitación a escuchar el lenguaje del cuerpo. En la finura del endotelio, en la elasticidad de una arteria, en la claridad del pulso, se expresa la calidad con que hemos ocupado nuestros años.

Que la edad de un hombre se mida no sólo por el calendario, sino por la gracia de sus arterias, resulta una verdad que une ciencia, historia y alma. Allí donde el pulso conserva elasticidad, la vida es prometedora. Allí donde el vaso se endurece, la biografía corporal hace oír su amarga voz.

La investigación de hoy es la terapia del futuro

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