Lo que voy a plantear aquí no es una verdad cerrada, sino una tensión con la que convivo. Es una reflexión incómoda que me genera dudas, que cuestiona algunas de mis propias acciones y que, seguramente, provocará rechazo en algunos lectores. No pretendo tener la respuesta correcta ni ofrecer un discurso redondo y tranquilizador. Al contrario: busco compartir una pregunta que me persigue y que considero necesaria, aunque aún no sepa resolverla del todo. Es un punto de vista personal, polémico y, lo admito, todavía en construcción.
Considero la empatía en la cumbre de la virtud humana. El altruismo, su brazo ejecutor, es el cimiento sobre el que construimos la comunidad y el cuidado mutuo. Sentimos un impulso natural y poderoso de ayudar a quien sufre ante nuestros ojos. Sin embargo, en la interconectada complejidad de nuestro mundo, esta misma virtud, en su forma más pura e instintiva, aparece ineficiente y constituye un peligroso espejismo.
Nuestra arquitectura emocional es arcaica. Evolucionó en pequeñas tribus, donde el sufrimiento era inmediato, personal y visible. Hoy, esa misma arquitectura debe procesar un mundo de ocho mil millones de personas, donde las mayores tragedias son a menudo silenciosas, lejanas y abstractas.
La empatía funciona como un foco en el teatro: ilumina brillantemente a un solo actor en el escenario, pero para hacerlo, debe dirigir toda la energía, dejando al resto del elenco y el fondo en oscuridad o en penumbra.
La tiranía de la emoción: El peligro fundamental de la empatía es su radical parcialidad. Estamos neurológicamente programados para reaccionar con una intensidad abrumadora ante el sufrimiento individual y concreto. Es el “efecto de la víctima identificable” (nuestra tendencia a movilizar muchos más recursos para salvar a una persona específica con nombre y rostro, que para salvar a un grupo anónimo, aunque este sea mil veces mayor).
Es en este fallo de nuestro sistema operativo donde resuena la célebre y terrible frase, a menudo atribuida a Stalin: “Una muerte es una tragedia, un millón de muertes es una cifra”.
No tenemos que irnos lejos para ver esta idea en acción.
- El Ejemplo Emocional (España): Pensemos en el caso de Julen, el niño que cayó a un pozo estrecho en Totalán (Málaga) en 2019. España entera, y gran parte del mundo, contuvo la respiración. Se movilizaron recursos de ingeniería civil sin precedentes, brigadas de mineros, la maquinaria más avanzada y millones de euros en un esfuerzo heroico, desesperado y televisado para rescatar a un solo niño. Fue un acto de empatía colectiva pura.
- El Contraste Racional (resto del mundo): Durante los 13 días que duró esa operación de rescate, según las estadísticas de UNICEF, murieron en el mundo aproximadamente 200.000 niños menores de cinco años por causas perfectamente prevenibles: malaria, desnutrición, diarrea por agua contaminada. La muerte de Julen fue una tragedia insoportable. La muerte de 200.000 niños anónimos fue una cifra en un informe.
El altruismo guiado por la emoción nos lleva a valorar la narrativa por encima del resultado. ¿Buscamos emocionarnos o buscamos cambiar nuestro mundo? A menudo, lo segundo es mucho menos gratificante y espectacular que lo primero.
El brillo cálido frente al impacto frío: Esta disyuntiva se manifiesta crudamente en cómo decidimos ayudar. Buscamos lo que los economistas conductuales llaman el “brillo cálido” (la sensación de satisfacción personal que obtenemos al donar, que a menudo es independiente del impacto real de la donación).
- El ejemplo emocional: Tras un gran terremoto, como el de Haití en 2010 o el de Turquía y Siria en 2023, se produce una oleada de generosidad. En España y en todo el mundo, la gente se apresura a donar bienes físicos: ropa de abrigo usada, juguetes, latas de comida. Es un impulso tangible. Podemos imaginar a una víctima recibiendo nuestro abrigo. Nos hace sentir bien.
- El Contraste Racional: Los expertos en logística de desastres ruegan que no se haga. Cuesta más dinero clasificar, lavar, transportar y distribuir esa ropa usada que comprarla nueva y al por mayor en un mercado cercano, lo cual, además, reactiva la economía local. Las donaciones de comida inespecífica saturan los puertos y a menudo no coinciden con las necesidades dietéticas o culturales. La acción racional es donar dinero en efectivo a organizaciones expertas y auditadas que saben exactamente qué comprar, dónde y cuándo.
La realidad es incómoda: salvar vidas es muy barato, pero poco emocionante. Financiar una campaña de distribución de mosquiteras tratadas con insecticida (que cuestan unos pocos euros y protegen a una familia durante años) es una de las formas más eficientes de salvar vidas en el planeta. Pero es “aburrido”. No hay foto heroica. No hay rescate. Es logística.
Nuestro poder oculto: Aquí es donde debemos hacer una pausa y asumir nuestra posición. Somos conscientes de que económicamente estamos en la parte rica del mundo. Pertenecer al 10% más próspero a nivel global no debería ser una fuente de culpa paralizante, sino el reconocimiento de un privilegio que equivale a poder. Tenemos una oportunidad a nuestro alcance y el poder para modificar el futuro de otros humanos que es casi inimaginable.
El problema es que usemos ese poder como un niño que agita una varita mágica, esperando que nuestros buenos sentimientos produzcan buenos resultados. Necesitamos evolucionar. Necesitamos complementar la empatía (el sentir) con la razón (el calcular). Debemos abrazar lo que se conoce como “altruismo eficaz” que utiliza la evidencia y el análisis riguroso para determinar las formas más efectivas de mejorar el mundo, en lugar de actuar solo por instinto o emoción.
La primacía de la salud: Si aceptamos este poder y buscamos la máxima eficacia, toda la evidencia nos conduce a un punto de partida ineludible: la salud global. La salud está en la base de todos los beneficios. Es la infraestructura invisible sobre la que se debe construir todo lo demás: la educación, la oportunidad económica, la estabilidad personal y la paz social.
Si favorecemos la salud de los más desfavorecidos, especialmente en la infancia, todo lo demás en su vida mejorará.
- El ejemplo racional: Una de las intervenciones más rentables del mundo es la desparasitación masiva de niños en países en desarrollo. Cuesta céntimos por niño. Los parásitos intestinales no suelen matar, pero causan anemia y malnutrición, haciendo que los niños estén demasiado cansados o enfermos para ir a la escuela. Un simple tratamiento aumenta la asistencia escolar en un 25%. Esos niños aprenden más, crecen más sanos y, décadas después, tienen ingresos significativamente mayores. El impacto es colosal.
- El contraste emocional: Comparemos eso con la donación para construir un ala de oncología infantil en un hospital de una capital europea. Es un proyecto maravilloso, visible y conmovedor. Pero es posible que el coste total de esa ala de hospital, que ayudará a unas centenas de niños (lo cual es vital), podría haber financiado la desparasitación o la suplementación con vitamina A de millones de niños, salvando a miles de la muerte y a cientos de miles de la ceguera o el retraso cognitivo.
La razón nos obliga a hacernos la pregunta más difícil: ¿vale más la vida de un niño cercano que la de cien lejanos? La emoción grita ¡¡SÍ!!. La razón susurra ¡no!.
La gota consciente en el océano: El tamaño del desafío, ese “millón de muertes” que es solo una cifra, puede paralizarnos. Es fácil sentirse insignificante. Es aquí donde debemos rescatar la sabiduría de la Madre Teresa: “Sabemos muy bien que lo que estamos haciendo no es más que una gota de agua en el océano. Pero si esa gota no estuviera allí, al océano le faltaría algo”. Madre Teresa también afirmó que solo podía trabajar porque pasaba cuatro horas diarias en oración. Su espiritualidad la sostenía emocionalmente para enfrentar sufrimiento masivo.
Nuestra responsabilidad no es solo aportar nuestra gota. Es asegurarnos de que nuestra gota caiga en el lugar donde más se necesita, no donde el chapoteo sea más espectacular. Por eso, mi contribución es sembrar dudas y favorecer reflexiones, publicando este tipo de artículos que remueven conciencias.
El propósito no es apagar la empatía, hacerlo sería renunciar a lo que nos hace humanos, sino aprender a educarla. Se trata de aprovechar ese impulso emocional como la chispa que nos mueve a actuar, pero permitiendo que la razón y la evidencia guíen nuestros pasos. El verdadero poder, nuestro enorme poder individual y de nuestra sociedad, no nace del calor de buenas intenciones, sino del impacto real y sostenido que generan nuestras decisiones bien fundamentadas.
Nullius in verba