Mi estimado lector, hoy me aparto, con humildad y respeto, de la senda habitual que suelo recorrer en estas páginas. No encontrarás aquí el análisis científico ni la reflexión médica que acostumbro a compartir contigo. La razón es sencilla, aunque no por ello menos inquietante: vivimos tiempos que, bajo el velo de una aparente calma, han ido gestando tensiones y desafíos que no podemos ignorar.
Desde hace tiempo, quizás sin que lo hayamos notado completamente, aquello que creíamos una paz sólida ha comenzado a mostrar fisuras. Esta realidad, que se despliega ante nosotros con una mezcla de incertidumbre y urgencia, exige una pausa en la temática habitual para dar cabida a una reflexión diferente.
Me parece oportuno recordar las palabras de Heráclito, el filósofo de Éfeso, quien afirmó que “la guerra es el padre de todas las cosas”. Aunque su sentencia pueda parecer sombría, encierra una verdad profunda sobre la naturaleza del cambio y del conflicto como motores de transformación. En este momento, como en otros muchos en la historia humana, esa transformación parece inevitable y nos interpela a todos.
Por tanto, no te ofrezco en esta ocasión datos ni evidencias científicas, sino palabras nacidas de mi inquietud y del deseo de comprender un presente que nos desafía a mirar más allá de lo inmediato.
La historia no se repite, pero, como señaló Mark Twain, a menudo rima. Al analizar las estrategias de expansión territorial y consolidación de poder, surgen patrones recurrentes que, aunque separados por el tiempo, parecen establecer un diálogo inquietante. Las acciones emprendidas por la Alemania nazi bajo el liderazgo de Adolf Hitler en la década de 1930 y las iniciativas del presidente ruso Vladimir Putin en Crimea y Ucrania a partir de 2014 presentan paralelismos notables en cuanto a métodos, justificaciones ideológicas y manipulación de narrativas geopolíticas. Sin embargo, es fundamental reconocer las diferencias contextuales que modulan estas acciones, evitando así simplificaciones ahistóricas. El presente análisis explora tanto las similitudes como los contrastes, adoptando una perspectiva histórica y estratégica para iluminar los mecanismos subyacentes a estas dinámicas y ofrecer una comprensión más profunda de los riesgos y desafíos contemporáneos.
La reconfiguración de fronteras en el imaginario nacionalista
Tanto Adolf Hitler como Vladimir Putin articularon visiones revisionistas de las fronteras europeas, basadas en narrativas de “unidad histórica”, “espacio vital” y “protección de coutin, en su extenso ensayo Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos, argumentó que Ucrania constituía una construcción estatal artificial, cuya auténtica soberanía solo podría alcanzarse en una unión estratégica con Rusia. Esta narrativa proporcionó el pretexto para la anexión de Crimea en 2014, invocando la defensa de la población rusófonmunidades étnicas”. Para Hitler, la doctrina del Lebensraum (espacio vital) proveyó la justificación ideológica para la anexión de Austria en 1938 (Anschluss) y la subsiguiente ocupación de los Sudetes en Checoslovaquia, argumentando la necesidad de proteger a las poblaciones de habla alemana y expandir el territorio nacional. De manera análoga, Pa de la península frente a un supuesto gobierno “neonazi” en Kiev, así como la rectificación de una supuesta anomalía histórica derivada del periodo soviético.
El recurso a referéndums con validez internacional cuestionada constituye otro paralelismo notable. En abril de 1938, tras la anexión de Austria, el régimen nazi organizó un plebiscito que, bajo condiciones de control y propaganda intensivos, arrojó un resultado de un 99.7% de apoyo a la anexión, cifra inverosímil en cualquier contexto democrático. De manera similar, en Crimea, el referéndum del 16 de marzo de 2014, llevado a cabo bajo ocupación militar rusa y con la presencia de fuerzas irregulares, reportó un 95.5% de votos favorables a la adhesión a Rusia, resultados que fueron ampliamente denunciados como ilegítimos y no reconocidos por la comunidad internacional debido a la falta de garantías democráticas y la coerción militar. Ambos casos ilustran la instrumentalización de mecanismos de legitimación democrática para encubrir y justificar acciones expansionistas llevadas a cabo por regímenes autoritarios.
La militarización encubierta y el empleo de fuerzas irregulares
La Reichswehr alemana, el ejército de la República de Weimar, se encontraba sujeto a severas limitaciones cuantitativas impuestas por el Tratado de Versalles. No obstante, desde su ascenso al poder, Hitler impulsó un programa de rearme clandestino, recurriendo a organizaciones paramilitares como la Schwarze Reichswehr (Ejército Negro), compuesta por voluntarios entrenados en secreto y al margen de las restricciones formales. Este patrón encuentra un eco inquietante en el empleo de las denominadas “pequeñas guerras verdes”, tropas rusas desprovistas de insignias, desplegadas en Crimea en febrero y marzo de 2014. Estos efectivos, eufemísticamente descritos como “autodefensas locales” por las autoridades rusas, tomaron el control de puntos estratégicos e instalaciones militares clave en la península, mientras el gobierno de Moscú negaba inicialmente su implicación directa, en una estrategia de negación plausible y guerra híbrida.
Adicionalmente, ambos líderes y sus regímenes recurrieron a tácticas de provocación e infiltración para generar escenarios políticos favorables a sus intereses expansionistas. En febrero de 1933, el incendio del Reichstag, parlamento alemán, un evento aún rodeado de controversia, fue utilizado por Hitler para decretar la Reichstagsbrandverordnung (Decreto del Incendio del Reichstag), que suspendió libertades civiles fundamentales bajo el pretexto de salvaguardar la seguridad del Estado y reprimir a la oposición política. De manera análoga, en el periodo previo a la invasión a gran escala de Ucrania en febrero de 2022, el gobierno ucraniano denunció reiteradamente la planificación por parte de Rusia de “operaciones de falsa bandera” y ataques simulados contra poblaciones rusófonas o instalaciones propias para justificar una intervención militar a gran escala, táctica que recuerda las provocaciones orquestadas por el régimen nazi en vísperas de sus agresiones.
La construcción del enemigo interno y externo
La demonización y deshumanización del “otro” constituyó un elemento central en la propaganda de ambos regímenes. Hitler construyó una narrativa maniquea que identificaba a los judíos como los principales responsables de la decadencia de Alemania y como una amenaza existencial para la “raza aria”. Putin, por su parte, ha recurrido a la construcción de una imagen de Ucrania como un estado “nazificado” y controlado por élites occidentales hostiles a Rusia, a pesar del origen judío del presidente Volodímir Zelenski. Estas estrategias de propaganda buscan justificar acciones militares presentándolas como “misiones morales” de “liberación” o “purificación” de territorios supuestamente amenazados por enemigos ideológicos, tanto internos como externos.
En el ámbito del control mediático y de la información, los paralelismos son igualmente evidentes. El Ministerio de Propaganda del régimen nazi, bajo la dirección de Joseph Goebbels, implementó un férreo monopolio sobre la información pública, utilizando todos los medios a su alcance (prensa, radio, cine, propaganda gráfica) para diseminar mensajes propagandísticos y suprimir cualquier forma de disidencia o crítica. En la Rusia contemporánea, leyes restrictivas recientes criminalizan la difusión de “información falsa” sobre las fuerzas armadas y las acciones del gobierno, mientras que los medios de comunicación estatales (radio, televisión, prensa escrita y plataformas digitales) difunden de manera sistemática mensajes que justifican las acciones militares y promueven una visión nacionalista y patriotista de la política exterior rusa, en un entorno crecientemente autocrático y represivo.
Explotación de traumas históricos y agravios nacionales
Tanto Hitler como Putin apelaron a la instrumentalización de agravios históricos y al resentimiento colectivo como potentes herramientas para movilizar apoyo interno a sus agendas expansionistas. Hitler explotó el Tratado de Versalles de 1919 como un símbolo de la humillación nacional alemana impuesta por las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial, demandando su revisión y la restauración de la “grandeza” alemana. Putin, por su parte, ha calificado el colapso de la Unión Soviética en 1991 como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”, prometiendo implícitamente restaurar el estatus perdido de Rusia como potencia global. La anexión de Crimea fue presentada por el Kremlin como una “corrección histórica”, un “retorno legítimo” de territorios ancestralmente rusos al seno de la patria, tras su transferencia administrativa a Ucrania en 1954 durante la era soviética.
Diferencias contextuales importantes
Aunque los paralelismos estratégicos y tácticos entre las acciones de Hitler y Putin resultan innegables, es crucial establecer las diferencias contextuales fundamentales que separan ambos periodos históricos y regímenes políticos. Ignorar estas diferencias conduciría a un análisis superficial y a conclusiones erróneas.
En primer lugar, la Alemania de la década de 1930 surgió de un contexto de profunda crisis económica, social y política, marcado por la hiperinflación de 1923, la Gran Depresión de 1929 y la inestabilidad política crónica de la República de Weimar. Este contexto de fragilidad y humillación nacional, exacerbado por las duras condiciones impuestas por el Tratado de Versalles, alimentó un resentimiento nacionalista extremo y facilitó el ascenso al poder de un régimen radical y revanchista como el nazi. La expansión territorial se presentó, en este marco, como una vía para superar las limitaciones impuestas por el orden internacional y para revitalizar la economía y el prestigio nacional.
Por otro lado, la Rusia de Vladimir Putin no se enfrenta a restricciones externas comparables en la actualidad, ni a una crisis económica de la magnitud de la vivida por Alemania en los años 30. Si bien la economía rusa muestra debilidades estructurales y una excesiva dependencia de los recursos energéticos, el país actúa desde una posición relativa de fortaleza militar, heredada de la era soviética, y de influencia energética a nivel global. Además, el régimen de Putin, si bien autoritario y represivo, opera dentro del marco formal de instituciones políticas simuladas (elecciones, parlamento, partidos políticos) que le confieren una apariencia de legitimidad democrática ante su población y ante la opinión pública internacional, algo ausente en el totalitarismo nazi desde sus inicios. Esta fachada legalista y la sofisticación de sus estrategias de desinformación y manipulación mediática constituyen elementos distintivos del régimen ruso actual.
Finalmente, el entorno internacional también difiere sustancialmente. En la década de 1930, el sistema internacional se caracterizaba por la debilidad de la Sociedad de Naciones y la ausencia de alianzas militares robustas y mecanismos efectivos de seguridad colectiva. Las potencias occidentales, marcadas por el trauma de la Primera Guerra Mundial y divididas en sus estrategias, adoptaron inicialmente una política de apaciguamiento frente a las agresiones de Hitler, subestimando la determinación y los objetivos expansionistas del régimen nazi. En contraste, en el siglo XXI, existe un sistema multilateral más desarrollado, articulado en torno a la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y a alianzas militares como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que, pese a sus limitaciones e imperfecciones, desempeñan un papel relevante en la coordinación de respuestas internacionales y en la disuasión de agresiones unilaterales. La respuesta internacional a la invasión rusa de Ucrania, incluyendo sanciones económicas sin precedentes y el envío de ayuda militar a Ucrania, ilustra esta diferencia contextual crucial.
Aprovechamiento de la vacilación occidental
Las respuestas iniciales de la comunidad internacional ante las agresiones de Hitler en los años 30 y las de Putin a partir de 2014 comparten un patrón inquietante: una vacilación inicial y una reticencia a confrontar de manera decidida el expansionismo de estos regímenes. El Acuerdo de Múnich de septiembre de 1938, en el que Francia y el Reino Unido cedieron ante las demandas de Hitler sobre los Sudetes checoslovacos en un intento de preservar una paz frágil y evitar una nueva guerra europea, constituye un ejemplo paradigmático de esta política de apaciguamiento. Este patrón encuentra un eco preocupante en la respuesta internacional a la anexión rusa de Crimea en 2014, caracterizada por sanciones limitadas y una tibia condena diplomática que no lograron disuadir a Moscú de ulteriores acciones agresivas.
Asimismo, tanto Hitler como Putin han sabido explotar las divisiones y las limitaciones inherentes a los organismos internacionales para avanzar en sus objetivos. La Alemania nazi abandonó la Sociedad de Naciones en 1933, liberándose de las limitadas restricciones que esta organización multilateral podía imponer a su política exterior. De manera análoga, la Rusia de Putin ha recurrido sistemáticamente al derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU para bloquear resoluciones críticas y proteger sus intereses geopolíticos, incluyendo las relativas a la agresión contra Ucrania, paralizando la capacidad de acción de la principal institución garante de la seguridad colectiva internacional.
Errores estratégicos y resistencia inesperada
Un paralelismo final, pero no menos relevante, reside en la sistemática subestimación por parte de ambos líderes de la capacidad de resistencia de sus adversarios, tanto a nivel local como internacional. Hitler anticipó una campaña rápida y victoriosa en la Unión Soviética tras la invasión de 1941, subestimando la capacidad de resistencia del Ejército Rojo y el vasto territorio soviético. Putin, de manera similar, pareció anticipar una rápida capitulación del gobierno ucraniano y una escasa resistencia popular tras el inicio de la invasión a gran escala en febrero de 2022, calculando erróneamente la cohesión nacional ucraniana y la determinación de la respuesta occidental. En ambos casos, estos errores de cálculo estratégico resultaron contraproducentes y fortalecieron la resistencia interna e internacional frente a sus agresiones: desde las atrocidades nazis en el frente oriental que galvanizaron la oposición aliada hasta los bombardeos indiscriminados rusos contra civiles ucranianos que endurecieron las sanciones globales y la condena internacional contra Moscú.
Este análisis comparativo, necesariamente esquemático, no pretende equiparar contextos históricos radicalmente diferentes ni simplificar procesos geopolíticos complejos. Su objetivo primordial es, más bien, invitar a la reflexión sobre la recurrencia de ciertos patrones y estrategias cuando líderes autoritarios, en contextos históricos diversos, recurren a la manipulación de narrativas nacionalistas y a la agresión militar para alcanzar sus objetivos expansionistas. Como lúcidamente advirtió el filósofo Ruiz de Santayana: “Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”. La historia, en su compleja y a menudo trágica dialéctica, nos ofrece lecciones inestimables. Ignorarlas, en el presente y en el futuro, sería nuestro costoso error colectivo.
Nullius in verba